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Por semanas, una niña desde la casa de enfrente me saludaba de día y de noche. No podía sacarme de la mente la mirada tan profunda en sus ojos. Cuando finalmente decidí averiguar quién era, nada me había preparado para la desgarradora verdad detrás de esa puerta.
Cada tarde, la veía desde mi ventana, una figura pequeña, de no más de cinco años, saludándome con su manita. Sus ojos, fijos en los míos, me llenaban de escalofríos. Le comenté a mi esposa, Sandy, quien me sugirió que quizás era solo una niña solitaria. Pero algo en mi interior me decía que había algo más, algo importante.
Esa noche, soñé con la niña llorando y pidiendo ayuda. Al amanecer, decidí ir a la casa. Toqué el timbre, y al abrir la puerta, me quedé sin palabras. “¿Juliette?” Era mi exnovia, y la niña a su lado me miró esperanzada. “¿Papá?” susurró. Me quedé atónito.
Juliette me explicó que seis años atrás, antes de que termináramos, ya estaba embarazada, pero al intentar buscarme, yo ya me había mudado. Ella me presentó a nuestra hija, Heidi, quien había estado tratando de llamarme desde la ventana.
Al contarle todo a Sandy, ella sugirió hacer una prueba de ADN para estar seguros. Juliette al principio se molestó, pero al final accedió. Después de semanas de espera, el resultado confirmó lo que en el fondo ya sabía: Heidi era mi hija.
A partir de ese momento, comencé a visitarla y a construir una relación con ella. Sandy, con su gran corazón, también aceptó esta nueva realidad. Después de intentar formar nuestra propia familia sin éxito, el destino había traído a Heidi a nuestras vidas.
Una noche, desde la ventana, vi a Heidi saludándome otra vez. Esta vez, no sentí miedo ni confusión, solo un profundo amor. Le devolví el saludo, sabiendo que, aunque el camino no fue el que imaginé, era el camino que estaba destinado a seguir.